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Harakiri de Masaki Kobayashi


Ficha técnica y sinopsis. Portada del programa de mano.

«El harakiri o seppuku era un proceso en el cual los guerreros podían expiar sus crímenes, excusar sus errores, escapar de la deshonra, redimir a sus amigos o probar su sinceridad.»

Fragmento del libro Bushido: el alma de Japón de Inazo Nitobe (1900).

«Después de todo, esto que llamamos honor de samurái no es más que una fachada.»

Hanshiro Tsugumo, protagonista de Harakiri.


El título de la película Harakiri (切腹 - Seppuku, 1962) de Masaki Kobayashi hace referencia al suicidio ritual recogido en el bushido japonés y significa literalmente “corte en el vientre”. El bushido era el código ético de conducta de los samuráis. También conocido como seppuku, el harakiri se trataba de una forma honorable de morir voluntariamente que tenía su propio ritual y que en la película de Masaki Kobayashi se representa perfectamente. Era un acto que se solía hacer voluntariamente, pero también podía ser ordenado por un superior como forma de castigo. La ceremonia estaba debidamente estructurada y se utilizaban ropas y utensilios especiales. Este protocolo se debía hacer de manera correcta si se quería abandonar el mundo de los vivos de manera honorable. El samurái que debía practicarse el harakiri tenía que estar debidamente aseado y vestir un kimono especial, generalmente blanco. Rodeado de testigos, el samurái escribía un mensaje o poema de despedida, agarraba con ambas manos un cuchillo (tanto) o espada con la hoja envuelta en papel y se la clavaba en el vientre realizando un tajo de izquierda a derecha. Normalmente el samurái estaba asistido por un segundo, el cual lo decapitaba en cuanto aparecía la primera sangre. Con esta ceremonia el samurái pretendía purificarse antes de abandonar esta vida.


Cartelería internacional de Harakiri.


La palabra harakiri se internacionalizó al igual que muchas otras palabras japonesas debido al cine y pertenece a ese conjunto de palabras relacionadas con la cultura japonesa y que figuran dentro de un vocabulario más general como sayonara o kimono por poner un par de ejemplos. Dentro de la historia del cine se mostraron desde bien pronto todos estos rituales. En 1919, Fritz Lang estrenaría Harakiri, una adaptación de la famosa ópera Madame Butterfly (1903) del compositor italiano Giacomo Puccini. La opera, ambientada en Nagasaki a finales del siglo XIX, finalizaba cuando la protagonista se hacía el harakiri al ser despechada por el padre de su hijo. El ejemplo más claro de suicidio colectivo por harakiri pertenece a la historia de los 47 ronin. Trasladada en multitud de ocasiones al cine desde la versión muda de 1913, la historia nos contaba como 47 samuráis sin amo conseguían vengarse de la persona que ocasionó la muerte por harakiri de su señor. Al culminar su labor, todos salvo uno, se practicaban el seppuku y se unían a su jefe en el otro mundo. Las versiones cinematográficas más recomendables son Los cuarenta y siete samuráis (Genroku chushingura, 1943) de Kenji Mizoguchi y 47 ronin (Chûshingura, 1962) de Hiroshi Inagaki. En la vida real, el ejemplo más significativo fue el del suicidio del novelista Yukio Mishima. Este polifacético artista dirigiría y protagonizaría el mediometraje Patriotismo (el rito de amor y muerte), (Yûkoku, 1966) en el cual ensayaba en la ficción su propia muerte por harakiri, hecho que ocurrió cuatro años más tarde en una acto de protesta contra la decadencia moral y espiritual del Japón de su época. Estos hechos serían llevados a la gran pantalla en Mishima: una vida en cuatro capítulos (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985) de Paul Schrader.

Puede parecer que este acto de auto sacrificio quedara anclado a tradiciones feudales alejadas de la modernidad. Sin embargo, en el subconsciente nipón todavía permanece la idea de la muerte como un acto asociado a valores como el honor, el heroísmo, la obediencia, la vergüenza o la reivindicación. Se disponen de otros ejemplos más recientes del sacrificio personal como causa de la búsqueda de un bien mayor para su sociedad. Durante la Segunda Guerra Mundial los famosos kamikazes lazaban sus aviones contra el enemigo para evitar el avance de los aliados. Al término de la contienda, el Emperador Hirohito en su discurso de rendición exigía a sus súbditos evitar cualquier explosión de emociones que pudiera desencadenar complicaciones innecesarias y les instaba a dedicar todos sus esfuerzos en la construcción de un nuevo futuro. Estas palabras del Emperador ordenaban a la población japonesa seguir viva y continuar hacia adelante pese a la vergüenza de sentirse un pueblo derrotado. A pesar de ello, muchos fueron los militares que se suicidaron. Una de las más famosas formas de suicidio reivindicativo proviene de la palabra japonesa bonzo que quiere decir monje budista (del japonés 坊主 - bōzu). Estos monjes se hicieron famosos por suicidarse quemándose vivos para protestar por las situaciones de opresión que se vivían en países como Vietnam e India o, en el conflicto chino-tibetano.

La película de Masaki Kobayashi nos situaba perfectamente en el ámbito histórico. Se nos otorgan dos fechas exactas para orientarnos, la caída del Señor del protagonista en 1619 y los hechos narrados en la película, ocurridos el 16 de mayo de 1630, el 7º año de la Era Kan-ei. Ambas fechas se corresponden con el inicio del periodo Edo, conocido también como periodo Tokugawa, que abarcó desde 1603 hasta 1868. Como bien cuenta Hanshiro Tsugumo, el protagonista del filme:

«Cuando cayó la casa de mi amo, inmediatamente dejamos el dominio y nos mudamos a Edo. Las calles de Edo estaban atestadas de ronin, restos de la Batalla de Sekigahara. En otros tiempos, otros clanes habrían aceptado alegremente a cualquier ronin que se hubiera ganado un nombre. Pero en una época que ya no necesitaba guerreros o caballos, tan pacífica que ni siquiera el viento agitaba las hojas de los árboles, era una lucha constante simplemente encontrar una comida. De hecho, me avergüenza recordar nuestras miserables vidas de estos últimos ocho o nueve años.»

El periodo Tokugawa comenzó tras una serie de batallas; la decisiva fue la de Sekigahara, que consiguió unificar a todo Japón bajo el poder de Tokugawa Ieyasu. Durante este tiempo se trasladó la capital a Edo, actualmente Tokio, y se instauró un sistema muy jerarquizado de corte feudalista que se consiguió mediante la desaparición de sus enemigos y ejerciendo un estricto control sobre el resto gobernantes. En la película, la reforma de las murallas del castillo de Hiroshima, se veía como una amenaza al Shogunato Tokugawa y por eso se ordenaba al responsable de las obras que se hiciera el harakiri. Durante este periodo se logró pacificar Japón y aislarlo del exterior durante más de 250 años. Se expulsó a los extranjeros y se persiguió y erradicó el cristianismo, hechos que se plasmaron en la novela del escritor Shusaku Endo que dieron lugar a la realización de las películas tituladas Silencio (Chinmoku, 1971 – Silence, 2016) dirigidas por Masahiro Shinoda y Martin Scorsese, respectivamente.


Masaki Kobayashi junto a Tatsuya Nakadai. Llegaron a participar hasta en 10 ocasiones, siendo la trilogía de La condición humana y Harakiri las más representativas.


En 2016 se cumplió el centenario del nacimiento de Masaki Kobayashi. Perteneciente a la serie de directores japoneses que eclosionaron tras la Segunda Guerra Mundial junto a Kon Ichikawa o Shohei Imamura, un joven Kobayashi fue reclutado por el ejército imperial y enviado a la Manchuria durante la Segunda Guerra Mundial. Allí fue capturado como prisionero, algo que le afectó en su carrera decisivamente llegando a rodar películas basadas en su propia experiencia. Tras unos inicios muy influenciados por su mentor Keisuke Kinushita, empezó a realizar un cine cada vez más comprometido. De ideales de izquierdas, pacifista y con una aguda mirada crítica e inconformista comenzó a relatar en sus películas historias que censuraban el pasado bélico de su país. Entre ellas destacaban The Thick-Walled Room (Kabe atsuki heya, 1956) en la que se narraban mediante flashbacks intercalados —al igual que en Harakiri— las historias de un grupo de presos de guerra japoneses a la espera de ser juzgados en un presidio norteamericano. En este drama carcelario se hacía hincapié en la desigualdad habida entre el destino de los soldados comunes y el de los oficiales. En Río negro (Kuroi kawa, 1957) se encontraría por primera vez con Tatsuya Nakadai, que a la postre sería el actor protagonista de sus mejores obras. Aquí se contaba la vida de un barrio cercano a una base militar americana en la que la prostitución y la podredumbre moral de sus inquilinos campaban a sus anchas. Nuevamente con Nakadai rodaría su obra magna: La condición humana (Ningen no jōken, 1959-1961), dividida en tres películas. Con una duración de casi 10 horas, la trilogía de La condición humana seguía los pasos de un joven socialista y pacifista que se veía arrastrado por la guerra, y cuya ideología, en contra de los abusos que se cometían en los campos de concentración japoneses en la Manchuria ocupada, tan sólo le acarreaba problemas dentro de un sistema corrupto e inhumano. La descripción y denuncia de las atrocidades que se cometieron durante la guerra por parte de Japón no consiguió que las productoras y los dirigentes del país le pusieran fácil la realización de nuevos proyectos. Tal es así, que la propia Shinei Productions retrasó el estreno de The Thick-Walled Room durante 3 años, debido a que la cicatrización de ciertos temas, especialmente los referidos a los juicios por crímenes de guerra, todavía no estaban cerrados. La condición humana lo situó en el mapa y con sus siguientes trabajos, tanto con Harakiri como con El más allá (Kaidan, 1964) consiguió el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes, y con Samurai Rebellion (Jôi-uchi: Hairyô tsuma shimatsu, 1967) el Premio FIPRESCI en el Festival de Venecia. Actualmente se le considera el cabecilla de esa nueva ornada que consiguió sobresalir en la época dorada de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. Entre sus películas figuran grandes obras maestras y a día de hoy se le considera uno de los más grandes directores de Japón.

Su siguiente película en importancia tras la aclamada La condición humana fue Harakiri. Con ella cambió su habitual estilo realista y de historias contemporáneas por un drama de época (jidaigeki) protagonizada por samuráis (chambara). Su intención era alejarse del chambara que se estaba realizando en esos momentos. Un año antes, Akira Kurosawa triunfaba con Yojimbo (Yôjinbô, 1961) y revalidaba su propuesta con Sanjuro (Tsubaki Sanjûrô, 1962). Para realizar Harakiri, Kobayashi adaptó la novela Ibun rônin-ki de Yasuhiko Takiguchi, una historia de venganza surgida de la desesperada situación de una familia de samuráis caída en desgracia tras la instauración del periodo Tokugawa y la consiguiente paz que instauraron durante largo tiempo. Tras este giro histórico, el oficio de samurái fue más escaso que en tiempo de guerra y muchos de los que sobrevivieron a las guerras tuvieron que ganarse la vida cambiando de profesión. En el caso de Hanshiro Tsugumo, antiguo samurái y viudo, tenía, además, que hacerse cargo de un par de jóvenes, su hija y el hijo de un antiguo compañero de armas. La situación económica empujaba a la familia de Hanshiro Tsugumo a la pobreza y a la enfermedad. La falta de recursos económicos convertía a una familia otrora respetable en una familia desesperada capaz abandonar los más estrictos códigos de conducta por un tazón de arroz.

Aunque el panorama era el típico de las historias de época, Kobayashi conseguía una amarga y triste alegoría sociopolítica del Japón de su época y por ende de la sociedad cada vez más occidentalizada de su país. En Harakiri se denunciaba claramente como un gobierno autoritario podía llegar a aplastar a sus individuos. Un sistema injusto, impuesto por la tradición y la rigidez de unas normas administradas de forma hipócrita, tan sólo conseguía el malestar de una parte de sus ciudadanos. El propio Hanshiro Tsugumo se quejaba amargamente de que el camino del samurái ya estaba muerto y de que la sociedad japonesa feudal era un fraude. El Clan Iyi (los dirigentes encargados de velar por el orden institucional) además de mostrase impasibles con el dolor de su pueblo, eran los primeros en corromper el sistema y falsear los hechos de manera oficial para no caer en la deshonra pública de sus actos. Desgraciadamente, el mensaje era devastador y muy actual. Igualmente, permanece en la actualidad la cuestión sobre de qué es capaz el ser humano cuando se ve acorralado. El sufrimiento puede llegar a empujar a una persona a atentar contra su propia vida y es en momentos de crisis económicas, como la vivida en el mundo durante los últimos años, cuando florecen los suicidios por culpa de la desesperación.

El guion de Harakiri estaba firmado por Hashimoto Shinobu, guionista habitual de Akira Kurosawa para el que había escrito los guiones de Rashomon (Rashômon, 1950), Vivir (Ikiru, 1952) o Los siete samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), entre otras. En esta ocasión escribía un guion repleto de tensión y suspense que estaba impulsado por flashbacks de manera similar a como lo hizo Orson Welles en Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). El discurso del protagonista era relatado de manera ceremoniosa utilizando la mayoría de las veces la voz en off, a lo que ayudó de manera notable la profunda dicción de Tatsuya Nakadai, el cual se había formado en el teatro y gozaba aquí de un registro solemne. El espectador recibía la información al igual que los asistentes a su discurso dentro de la mansión. La dosificación de la información mantenía en todo momento el misterio y poco a poco se desvelaban los motivos por los que un desarrapado ronin insistía en practicarse el seppuku en una casa tan respetada.


La pelea de espadas más recordada de Harakiri es mucho más que una confrontación entre dos samuráis. Un individuo en busca de justicia luchaba contra el sistema feudal que lo había llevado a la ruina.


La puesta en escena recordaba al minimalismo de las obras teatrales japonesas de estilo Noh o Kabuki y la fotografía de Yoshio Miyajima en blanco y negro lograba el mejor resultado creando estampas de la naturaleza y de los espacios cerrados absolutamente deliciosas. Al respecto, merece la pena significar el uso del blanco y negro para separar al protagonista del resto de asistentes a su relato: él, con un kimono oscuro aislado de los demás por un patio completamente blanco. Junto a su director de fotografía, Masaki Kobayashi, logró en Harakiri su cima estética. La composición de los planos estáticos recordaba a las estampas pictóricas del ukiyo-e. Los movimientos eran suaves e imperceptibles salvo cuando la cámara se centraba a menudo en el acercamiento a los rostros, aumentando la tensión. Los rápidos y repentinos zooms y panorámicas, junto a la conversión de planos estables en aberrantes dotaban a la película de gran modernidad. En unos planos la iluminación clara potenciaba la expresión de los personajes y en otros la iluminación velada de grises ayudaba a comprender su desesperado humor. El escaso rodaje en exteriores se aprovechaba del cuadro panorámico y el suave seguimiento de los personajes, primero por un cementerio, después por un bosque de bambú y finalmente por una planicie cubierta de hierba; de este modo, se convertía a la cámara, ayudada de los travelling y grúas, en la mejor cómplice del espectador. A medida que avanzaba el metraje, y para subrayar la tensión de la situación, comenzaba a levantarse el viento que agitaba cabellos, ropajes y vegetación. Igualmente, la iluminación se mostraba más teatral y los rostros de los personajes se perlaban de sudor.

Desde el principio del metraje se establecían una serie simbólica de imágenes que nos remarcaban el carácter crítico que la película tenía en contra del sistema. Nada más empezar, comprobábamos como un único individuo, Hanshiro Tsugumo, se encaminaba a la mansión del Clan Iyi con intención de pedir cuentas bajo la excusa de buscar un lugar digno para hacerse el seppuku. Tsugumo se trataba de un hombre maltratado por un sistema, el feudal, que le había arrebatado todo. Pero antes incluso, Masaki Kobayashi elegía mostrarnos una armadura de samurái de manera tenebrosa. Ese aspecto diabólico de la armadura ya presagiaba las intenciones del director, que impregnaba con una imagen negativa al símbolo de la tradición. Esa armadura representaba la firmeza del feudalismo autoritario. Era muy significativo que al final del film dicha armadura quedara reconstruida después de la batalla, como si nada hubiera ocurrido y que el único honor recayera sobre Hanshiro Tsugumo, al que tenían que abatir con armas de fuego en lugar de con espadas.

Tras el éxito cosechado por Harakiri, la cual se disputó la Palma de Oro con El gatopardo (Il gatopardo, 1963) de Luchino Visconti, rodaría otra incursión dentro del cine de samuráis titulada Samurai Rebellion. En esta ocasión, se repetía el enfrentamiento entre un individuo y todo un clan por culpa de las trasnochadas tradiciones que tan solo beneficiaban a los más poderosos. En 2011, el prolífico director Takashi Miike rodaría un remake de Harakiri que también participó en festivales tan dispares como el de Cannes o el de Sitges.

En definitiva, Kobayashi rodó una película que se alejaba del romanticismo que la literatura y el cine precedentes otorgaban a la figura del samurái, y desvirtuaba por completo al honorable bushido. Su mirada desilusionada y pesimista desmitificaba el género cargando contra una sociedad que permitía que sus ciudadanos murieran en virtud de leyes bárbaras ancladas en el pasado y cuyo mensaje final desnudaba la hipocresía de una clase dirigente que en temas de honorabilidad era pura fachada.



JMT


Vídeo introductorio a Harakiri
por JMT.